domingo, 25 de enero de 2015

ES EL CRIMEN PASIONAL UNA ACCIÓN INVOLUNTARIA?

A mi juicio, la preguntacentral que nos plantea el texto de JIMENO va al corazón del problema de las emociones en la modernidad: ¿es lícita una defensa jurídica basada en el argumento que el individuo estaba sujeto de una emoción/pasión de la que no podía dar cuenta; de una emoción que era más fuerte que su voluntad? Si respondemos que sí, sin más -esto es, si acogemos la idea que hay eventos de la vida de mayor intensidad que nuestra capacidad reflexiva y de actuar de manera voluntaria- estaríamos poniendo en tela de juicio la noción central del cristianismo y la modernidad: la noción que el mundo de lo humano es el del libre albedrío y de la autonomía moral. Estaríamos cuestionando el postulado central de las formas jurídicas del cristianismo y el estado moderno. El postulado según el cual los humanos somos los únicos seres del universo permanentemente responsables y valorables como pecadores/virtuosos o culpables/ inocentes.

El escrito de Jimeno se dispone hacia el cuestionamiento del carácter involuntario del crimen pasional. Estando lejos de una posición feminista explícita -quizá demasiado lejos en mi opinión- sus argumentos le plantean la siguiente pregunta al lector: si aceptamos, en tanto jueces virtuales, una defensa que sostenga que el crimen pasional es un crimen involuntario, estaríamos absolviendo a cualquier hombre que utilice, estratégicamente, la defensa de enajenamiento temporal para asesinar a su esposa o compañera.

¿Qué hacen los jueces cuando se enfrentan a este dilema? Como lo señala Jimeno, se apoyan en el saber especializado de la psiquiatría y la psicología. Ya Foucault había señalado la psicologización progresiva del aparato jurídico: la forma en que por fuera de las reglas explícitas del juego muchas de las sentencias judiciales se basaban en los dictámenes del saber psiquiátrico y psicológico. Y allí hay un problema de fondo: la arbitrariedad del dictamen psicológico y los peligros que implica como fundamento de decisiones jurídicas. Desde el siglo diecinueve, las que Foucault denominó "ciencias de la vida" -biología, fisiología, psicología, psiquiatría, medicina- han estado seducidas por su autoimagen como ciencias omnipotentes y, en esa medida, han tenido la pretensión de dar cuenta de lo "universal" humano. Esto es, han pretendido ver como claras, naturales y necesarias un conjunto de conductas humanas que están lejos de serlo.

A partir de los casos estudiados en Colombia y Brasil y de los discursos que analiza en torno al crimen pasional en estos dos países, pueden plantearse, de manera esquemática, tres cuestionamientos a la pretensión de verdad del discurso y los peritazgos psicológicos y psiquiatricos sobre este tema. En primer lugar, que tienden a ignorar el contexto cultural en que sucede el crimen y su propia contingencia cultural como saberes con pretensión de universalidad. Segundo, estos saberes, emulando al dios cristiano -de forma evidente más al del antiguo que al del nuevo testamento-, así como a sus representantes en la tierra, creen que pueden dar cuenta, de manera poco problemática, de esa línea "sagrada" que separa el mal del bien, la normalidad de la anormalidad, lo voluntario de lo involuntario, el responsable y el enajenado. En tercer lugar, pretenden fungir de físicos, esto es, creen poder establecer la intensidad de la pasión del actor.

De acerdo con el texto, e Brasil y Colobia Cinco de cada  Seis homicidios "pasionales" son llevados a cabo por hombres. Y los relatos jurídicos y de los testigos tienden a exculpar al hombre por estar "enajenado" por su pasión, sea esta catalogada como celos o "exceso" de amor. De otra parte, estos relatos son especialmente severos con la mujer: a diferencia de lo que pasa con el hombre homicida, a la mujer no la exculpan, sino que se tienden a señalar que actuó con sevicia y predeterminación.

Como lo anota Jimeno, se trata de un prejuicio relacionado con una imagen natural de la identidad de género. Según estos relatos, los hombres serían seres racionales ocupados con las tareas más duras de la vida, a los cuales se les debería perdonar de vez en cuando alguna transgresión. A la mujer, en cambio, no se le debería perdonar nada, ya que su supuesta "identidad natural" como gestora y protectora de la vida hace que su crimen sea, en esencia, un crimen contra natura.

Estos relatos siguen una línea de argumentación bastante peculiar, en la cual se hace evidente la pervivencia en los dos países del dogma y las imágenes clásicas del catolicismo acerca de lo femenino y lo masculino. Se trata de la pervivencia de aquellos dogmas e imágenes por medio de los cuales, históricamente, la iglesia ha insistido en la naturaleza especialmente pecaminosa de la mujer -por aquello de que fue Eva quien tentó a Adán con la manzana-. De otra parte, los relatos construidos por el discurso jurídico y por los testigos entran en abierta discrepancia con uno de los principios centrales del estado democrático de derecho: el de la favorabilidad hacia los más débiles y vulnerables. Ya sea porque se reconoce su condición social de exclusión y como víctima de la violencia masculina, o porque se acepta la tesis que la mujer tiende a ser más emotiva -sea por razones biológicas o culturales- la racionalidad pública moderna llevaría a una conclusión diametralmente opuesta a la de estos relatos y tendría una mirada más benigna hacia la mujer, como víctima.

UNA PREGUNTA FINAL, LOS CRÍMENES PASIONALES: ¿RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL O DE LA SOCIEDAD?

LOS GRIEGOS TENÍAN CLARO EL PODER NUMINOSO DE LAS EMOCIONES INTENSAS. Pero a la vez, por su visión de la continuidad entre lo humano y lo sagrado, consideraban que las emociones eran educables: que por medio de prácticas de cuidado y constitución del yo se les podía regular y modular.

Bajo el influjo del estoicismo, tanto el cristianismo como la Ilustración pensaron -erradamente a mi juicio- que era posible erradicar las emociones por medio del fortalecimiento de la razón y la voluntad y que, por tanto, era necesario extirparlas y no enfrentarlas de manera directa. La escuela contemporánea desciende de esta concepción. Queda entonces una pregunta que puede plantearse a partir del lúcido análisis de Jimeno: ¿no se le puede asignar responsabilidad a la escuela -así como a otras instituciones modernas- por haber ignorado la necesidad de una educación directa de las emociones? Que en nuestra cultura todavía predomine la idea que las emociones son una irrupción de fuerzas telúricas es, a mi juicio, indicio de algo muy preocupante: al haber ignorado la necesidad de humanizarlas, de afrontarlas y educarlas, la cultura contemporánea de nuestros países parece seguirlas viviendo como fuerzas ajenas, naturales y bárbaras.

A mi juicio, el enorme mérito de este libro es que al haber iluminado uno de esos ámbitos problemáticos de la cultura contemporánea logra debilitar el sentimiento de autosatisfacción del sujeto moderno y pone en tela de juicio su fe en el mito de la Ilustración: el mito que la razón por sí misma nos haría libres y felices.